Recuerdo perfectamente aquel día como si fuera ayer. Mis padres nos sentaron a mi y a mi hermana, con 10 y 6 años de edad, y nos dijeron: “Tenemos que contaros una cosa, mamá y papá se van a separar”. Supongo que así empezarán muchas de estas historias.
No fue fácil asumirlo, no para una niña. Recuerdo llorar y llorar.
Es curioso como, a pesar de mi corta edad en aquel momento, he retenido situaciones y frases durante todo este tiempo que se han quedado grabadas en mi memoria.
Ellos diciendo que no nos preocupásemos, que nada iba a cambiar, que todo iba a seguir como antes. Que iríamos a vivir con mamá de lunes a viernes y que papá podría venir a vernos siempre que quisiera y estaríamos con él todos los fines de semana.
Reconozco que, años después, siendo abogada y habiendo visto docenas de situaciones similares, mis padres no pudieron hacerlo mejor.
Jamás les escuché un reproche. Nunca hicieron nada que no fuera pensando en nuestro interés, en el de mi hermana y el mío.
Fueron sin duda un ejemplo a seguir y siempre les estaré agradecida por no haber sido egoístas, por dejarnos al margen, por no utilizarnos como moneda de cambio.
A mi madre por no impedir nunca que mi padre viniera a vernos o fuéramos con él siempre que quisiéramos, y a mi padre por respetar por encima de lo demás, que ella es y será siempre la madre de sus hijas.
No digo que todo fuera un camino de rosas. Estas situaciones nunca lo son. Hubo momentos duros, pues cuando algo se rompe siempre es traumático.
Pero sin duda alguna mis padres procuraron que lo fuera lo menos posible para nosotras y creo que, gracias a ello, entre otras cosas, mi hermana y yo somos hoy las personas que somos.
Veinticinco años después, ellos siguen haciendo lo mismo. Mirar por nuestro bienestar, que es lo que entiendo cualquier padre o madre debe hacer.
Veinticinco años después, no hay absolutamente nada que pueda reprocharle a mis padres por esto. Ellos tenían derecho a hacer sus vidas por separado y nosotras a no pagar las consecuencias, que imagino ya serían también suficientemente duras para ellos.
Veinticinco años después, no hay traumas ni reproches, porque nunca los hubo, al menos delante de nosotras.
Si no hubiera sido así, sinceramente, creo que me habría marcado de por vida y que a día de hoy no podría mirar y adorar a mis padres como lo hago ahora.
Solo hay respeto y cariño mutuos entre ellos, y amor y gratitud eternos de nosotras hacia ellos dos.
Pues en el momento, quizás, mas complicado y doloroso de sus vidas fueron capaces de hacer un necesario ejercicio de generosidad hacia sus dos hijas que, en mi opinión, debe ser una máxima que jamás debe desaparecer.
Carlota, 9 años
(Hoy día es una mujer de 34 años de edad, abogada)